Las interacciones que tenemos con las personas significativas en nuestros primeros años de vida dejan una huella emocional en forma de aprendizajes (condicionados) sobre nosotras/os mismas/os y sobre las relaciones con los demás; aprendizajes que son posibles gracias al vínculo llamado apego.
De estos aprendizajes que integramos como propios depende qué tan adaptadas/os estemos a nuestro contexto (tanto en lo funcional como en lo emocional), y lo anterior no tiene otro propósito que garantizar nuestra supervivencia (tanto en lo funcional - asegurar alimentación, cobijo, protección - como en lo emocional - que nuestras necesidades emocionales sean satisfechas).
El apego está presente, después de tantos años de evolución, por un buen motivo: garantizar nuestra supervivencia en los términos que comentaba. Sin embargo, a veces es motivo de malestar. ¿Por qué? Porque puede que lo que hayamos aprendido en esas etapas nos permitiese adaptarnos a las circunstancias y a la naturaleza de las interacciones con personas significativas, pero puede que, en la actualidad, nos genere quebraderos de cabeza y toque «desaprender» para «reaprender» dinámicas y estrategias más flexibles (y sanas).
Puede que aprendieras a ser autosuficiente quizás, incluso, demasiado independendiente. La independencia no es un problema per se, cierto; salvo que suponga una dificultad a la hora de establecer vínculos. Y, para establecerlos, uno debe hacerlo desde la vulnerabilidad, dejándose ver y dejándose ayudar, justo lo contrario que hemos aprendido si nuestro apego es de tipo inseguro-evitativo.
En cuyo caso, aprendiste que la autonomía era una opción más segura que la conexión, la intimidad y la cercanía, pues te protegía de emociones desagradables (como el rechazo) y para las que seguramente no contabas con las herramientas necesarias para gestionarlas.
Puede que no supieras cuándo podrías contar con tus cuidadores y cuándo no, pues su disponibilidad en lo emocional era inconsistente o su actitud hacia tu persona era ambivalente; inconsistencia y ambivalencia que te dejaron un sabor de boca parecido al del abandono.
En un intento de adaptarte a tu entorno, aprendiste a estar muy atenta/o a los mínimos indicios de cambio en su conducta para poder poner en marcha mecanismos que te permitieran evitar aquello a lo que - comprensiblemente - tanto temías: que te abandonaran; sembrándose, así, las bases para el apego de tipo inseguro-ansioso.
Y quizás no fue un abandono real, pero no podías evitar sentirte así cuando necesitabas recibir apoyo, cuidado y protección emocional, y tus cuidadores no estaban ahí, o no estaban disponibles para ti de la forma en que lo necesitabas, cuando lo necesitabas (según los estudios, en el 30% de las interacciones).
Así que aprendiste que, para evitar que te abandonasen (sentirte abandonada/o), debías ser complaciente y estar dispuesta/o a satisfacer las necesidades ajenas. Y también aprendiste que, cuando tienes la atención de esa persona, debes hacer lo que sea necesario para que no se vaya de tu lado, pues nunca sabes cuándo va a volver, y eso te genera mucha inseguridad. Y esto pudo suponer desoír tus propias necesidades y no poner límites para, así, aumentar las probabilidades de que se quedaran a tu lado.
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