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Relato de una no-relación (III): De la magia a la Tierra

Actualizado: 10 dic 2023

Le recogí a las 19h, tal y como habíamos quedado. Quería que le acompañase a comprar los regalos de Navidad para su madre y su hermana. «Confío en tu criterio», me dijo. Me gustó escucharlo, pero inevitablemente contribuyó a mi confusión: «¿No soy suficientemente buena como para que quieras venir a mi casa por Navidad, con mi familia, pero sí para que te ayude a escoger los regalos de la tuya?», me pregunté.


Fuimos al centro de la ciudad vecina. Paseamos por sus calles, entramos en casi cada tienda en busca del regalo perfecto para las personas a quienes me gustaría llamar «suegra» y «cuñada». Cuando ya habíamos completado nuestra misión, le propuse sentarnos a tomar un café caliente.


―Tengo una sorpresa para ti ―dijo Diego.


«Esto sí que no me lo esperaba», pensé. ¿Qué podía tener para mí?


― Ahora voy a ser yo quien te guie.


Me dejé llevar. Nos apartamos del centro, de sus luces y de la muchedumbre. Al cabo de unos minutos llegamos a lo que parecía ser nuestro destino. Nos paramos unos metros antes de llegar a la esquina de esa tranquila calle.


―Es aquí. Cierra los ojos ―me indicó.


Sonreí y le hice caso. Estaba intrigada. Cogió mi mano izquierda con la suya y me rodeó con la derecha. Me guio unos metros hasta la entrada.


―Hay tres peldaños, cuidado. Sigue mis instrucciones y no abras los ojos todavía.


Subí los peldaños y supe que había abierto la puerta por el suave olor a libro.


―Ya puedes abrirlos ―me miró, sonriendo, como quien abre la puerta del comedor el día de Navidad, esperando la reacción de los niños al ver los regalos que les esperan debajo del árbol.


Acababa de entrar en una de las librerías más preciosas que había visto. Estanterías tan altas que necesitaban de escaleras; chésters de terciopelo granate, verde oscuro y azul grisáceo; gente ojeando libros en silencio y, al fondo, una terraza cubierta por un techo de cristal, exquisitamente decorada con cortinas de luces y plantas, convertida en una preciosa y acogedora cafetería. Tenía un punto mágico.


Me quedé sin palabras. Solo podía pensar en perderme entre tantos títulos. Diego me dejó soñar por unos minutos. Le miraba emocionada cada vez que descubría uno que podía gustarme. Estaba agradecida de estar allí con él. No hacía falta mucho para hacerme feliz y él parecía saberlo. Sentí que me conocía, que sabía lo que me gustaba. Un halo de esperanza me invadió: quizá este año no vendría por Navidad, pero le importaba, pensaba en mí, eso era innegable. Quizá necesitaba más tiempo; quizá el año siguiente sí accedería a venir. Creo que podría esperar, ir a su ritmo, darle más tiempo.


―¿Te apetece que tomemos un café? ―me preguntó señalando con los brazos la cafetería, al fondo.


― ¡Me encantaría!


Nos sentamos en la mesa más próxima a la barra. Olía a una mezcla de café, chocolate y jengibre.


―¿Te ha gustado la sorpresa? ―me preguntó sabiendo ya la respuesta.


― ¡Mucho! ―era innegable. Y no solo me gustaba la sorpresa, sino que me gustaba que hubiese pensado en mí. Me sentía muy vista: sabía lo que me gustaba y sabía cómo sorprenderme―. ¿Cómo has descubierto este sitio?


― Me lo recomendó un compañero de trabajo. Me dijo que tenía que traerte, que te encantaría.


¡Vaya! ¡No me lo esperaba! Me sentía vista, especial e importante, como alguien digno de mencionar delante de los compañeros de trabajo. ¿Era un avance? Moderé mi entusiasmo recordando su negativa a venir a casa por Navidad: debía mantener los pies en la Tierra si no quería pegármela de nuevo.


― Y no se equivocaba ―respondí.


― Por fin te veo sonreír. Estabas muy seria ―observó, una vez ya nos habíamos acomodado en la mesa.


Sonreí ligeramente intentando que la conversación no prosperase. Llegó el camarero para tomarnos nota. Creí que, con la interrupción, daría el tema por zanjado, pero no fue así:


― ¿Te enfadó lo del otro día?


No sabía qué responderle: el enfado no era la emoción que mejor definía lo que sentía. Más bien estaba dolida y desilusionada. Por no hablar de lo ridícula que me había sentido.


― Me refiero a lo de no ir a casa de tus padres por Navidad ―el tiempo que me tomé para pensar mi respuesta le pareció suficientemente largo como para suponer que no le entendía. Lo cierto es que estaba sorprendida: ¿realmente quería hablar de aquello? ¿Diego, hablando de emociones?, ¿desde cuándo? ¿Significaba que lo nuestro le importaba? ¿Temía que estuviese enfadada?


― Sí, ya sé a qué te refieres ―. Decidí ser honesta: ― No estoy segura de que «enfado» sea la palabra. Estaba más bien dolida. No sé, no me lo esperaba.


― Y lo sigues estando.


Asentí con la cabeza. Justo entonces llegó su café y mi chocolate caliente. Cogí la cuchara, removí el chocolate y tomé un sorbo. Me quemé la lengua, pero necesitaba mantenerme ocupada y centrarme la taza era una muy buena excusa para no mantener contacto visual, por si Diego lo consideraba una invitación para seguir hablando.


― Eso explica por qué has estado tan distante estos días... ―yo seguía concentrada en el chocolate, removiéndolo como si me importase más que la conversación ―. Lamento si mi respuesta te hizo daño ―dijo mientras acariciaba la mano con la que sujetaba la taza como para calmarme.


De nuevo me quedé en silencio. Quise decirle que sí que me había hecho daño su respuesta, pero no sabía si estaba en mi derecho de que su respuesta me hiciera daño. Al fin y al cabo, en ningún momento habíamos hablado de presentarnos a las respectivas familias, ni de asistir a reuniones familiares.


Diego interpretó mi silencio como un muro que se erigía entre él y yo. No le culpo: es lo que mi actitud reflejaba desde fuera. Se le notaba visiblemente incómodo. Imagino que sentirme tan impermeable era muy nuevo para él: él era el experto en muros, no yo.


Se aclaró la garganta y retiró su mano al cabo de pocos segundos. No sé si esperaba un «tranquilo, no pasa nada», un «no te preocupes» o un «ya está todo olvidado». Pero no obtuvo ninguna de estas respuestas. Y eso no le gustó.


― Mónica... ―empezó a hablar, pero en seguida interrumpió su discurso, como ganando tiempo para lograr reunir las palabras apropiadas.


― Dime ―levanté la mirada de la taza prestándole atención a aquello que tenía que decirme. Parecía importante.


― Yo nunca dije que fuésemos pareja ―terminó.


― Lo sé ―respondí molesta.


― ¿Seguro? Quiero decir, no sé, a veces pienso que te confundes con lo nuestro.

¿Confundida? Claro que estaba confundida. Hacíamos cosas de pareja, pero no éramos pareja. Claro que estaba confundida. Pero no se lo dije. Dentro de mí todavía albergaba la esperanza de que la tarde terminase bien. Prefería optar por su estrategia estrella: mantenerme callada. Al fin y al cabo, ninguna otra me había servido en anteriores conversaciones y no estaba segura de poder hablar sin emocionarme más de para lo que estaba dispuesta.


― A veces siento que esperas más de mí de lo que yo te puedo dar―siguió.


«Efectivamente, es así», pensé. Esperaba más de él. Esperaba tanto como yo estaba dispuesta a ofrecerle.


― Pero sabes que no puedo dártelo.


― No quieres ―rompí mi silencio para intervenir.


― No puedo ―me corrigió.


― Entonces, ¿todo ha sido una mentira? ―pregunté indignada.


― ¿Una mentira?, ¿el qué? ―preguntó sorprendido.


― ¡Lo nuestro! ―mi voz se entrecortó.


― Jamás te he mentido. Estoy bien contigo. No te lo voy a negar, pero ya está. Te lo dije cuando nos conocimos: «No estoy preparado para nada serio».


― También dijiste: «Vamos viendo» ―cité enfadada.


Se hizo el silencio. Diego buscó con la mirada al camarero.


― ¿No vas a decir nada al respecto? ―inquirí.


No, para Diego la conversación ya había terminado. No había nada más que añadir.


― No sé qué quieres que te diga, Mónica... ―respondió sin mantener contacto visual, buscando con la mirada al camarero.


Pidió la cuenta. Luego miró mi taza, dándose cuenta de que quizá se había precipitado y todavía no podíamos irnos. Quería salir corriendo, se lo notaba. Este era el Diego que yo conocía: el que huía, el que dejaba conversaciones a medias.


― Ya me lo termino ―le dije, en tono molesto. Sentí que el chocolate se anteponía entre Diego y su huida. Y que yo era un estorbo.


― Termínatelo tranquila ―quiso rectificar con palabras, pero su actitud me decía otra cosa.


Pagamos, nos levantamos, nos pusimos los abrigos y nos dirigimos a la salida. Antes de salir, me preguntó si quería llevarme alguno de los libros que me habían gustado, que podía ser su regalo de Navidad. Hice que no con la cabeza.


En esos momentos, mi orgullo tomó el control y pensé: «¿qué te hace pensar que estaremos todavía juntos para Navidad?». Me sorprendió que tal cosa se me hubiera pasado por mi cabeza. Lejos quedaba la ilusión, la esperanza, las ganas de apostar por aquella relación. Y me di cuenta de que todo lo que tocaba esta relación era caduco; todo y, especialmente, los pequeños momentos de felicidad, la ilusión y la esperanza. Empezaba a darme cuenta de ello y empezaba a pesarme más de lo que creía.







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