El obrador de la esperanza | Capítulo I
- Montse
- hace 6 horas
- 10 Min. de lectura
Hay lugares que tienen un olor especial, que te transportan a momentos del pasado y a emociones inaccesibles a través de otros sentidos.
Eso le sucedía a mi segunda casa, el lugar al que acudía a diario durante los últimos quince años: fundada por mi abuela a finales de los sesenta y más tarde reconvertida en cafetería. El obrador de la esperanza.
Todo en él eran recuerdos.
Tenía un aroma inconfundible a pan recién horneado, de corteza crujiente y miga esponjosa, a cruasanes artesanales y a café tostado de sabor intenso con notas frutales y especiadas.
El sonido de la campanilla al entrar me transportaba a las tardes en las que, después del colegio, me instalaba en la mesa del rincón a hacer los deberes bajo la atenta mirada de mi abuela Esperanza. Allí permanecía hasta que terminaba su larga y agotadora jornada.
Miré el reloj mientras cruzaba el umbral de la puerta. Eran las diez y media. El grupo de oficinistas de la consultoría de la acera de enfrente ya habrían hecho su pausa reglamentaria para desayunar. La señora Clotilde, íntima amiga de mi abuela, se estaría despidiendo de ella mientras le transmitía un nerviosismo innecesario por llegar a casa antes de las doce y tener la comida de su marido lista para cuando regresara del huerto. Y Filomena, otra de las amigas de mi abuela, estaría escogiendo el colín de pan más grande para su nieto, sin resistirse a protestar por la creciente afluencia en el establecimiento.
—Ponme dos, por si uno se le cae —añadía siempre, día tras día, como si fuese la primera vez—. Esperanza, un día de estos nos quedaremos sin mesa, con tanta cara nueva por aquí —concluía mientras extendía varias monedas a lo largo de la palma de su mano.
Las amigas de mi abuela llevaban mal los cambios. No entendían la moda de bautizar los dulces en inglés y los cafés en italiano, ni la necesidad de servirlo todo como si de un libro de recetas se tratase.
—Filo, querida, ya sabes que ahora quien manda es mi nieta —le recordó mi abuela—. Mira, por ahí viene —añadió, señalándome después de que las campanillas de la puerta anunciaran mi llegada.
Fui capaz de convencer a mi abuela de hacer muchos cambios, pero para ella las campanillas no eran negociables. Fueron un regalo de mi abuelo, el primer objeto que compró para el obrador cuando firmó el contrato de compraventa del local, así que respeté su decisión.
Me acerqué al mostrador, no sin antes hacer un repaso visual de las mesas. Crucé miradas con la clientela habitual, que me saludó con una sonrisa. Para mi abuela y para mí era importante que los clientes sonrieran. «No han venido a comprar pan, ni a llenar su estómago, ni tampoco a tomar café. Han venido a ser un poco más felices», me advirtió hace ya mucho tiempo, siendo yo muy joven. Fue su primera clase magistral. Para ella, la más importante de todas. No se me olvidaría nunca.
Sí, mi abuela era de esas personas más preocupadas por la felicidad ajena que por la suya propia. Y estaba convencida de que el camino para conseguirlo precisaba de un buen avituallamiento que ella estaba dispuesta a proporcionar.
—Julieta, cariño, ¿cómo ha ido? —dijo mientras me explotaba un beso en la mejilla.
Solo a ella le permito ese estallido de besos, como hacía cuando era una mocosa de poco más de un metro, y solo a ella le permito que me llame como la protagonista de una tragedia shakespeariana.
Respondí con la mirada señalando la zona de obrador. No quería hablar de algo tan íntimo delante de su amiga, quien, por otro lado, hubiese estado encantada de tener acceso a información tan potencialmente jugosa.
Enseguida vino a mi encuentro mi hermana Catarina.
—¿Qué?, ¿cómo ha ido? —me preguntó a modo de saludo mientras se secaba las manos en el delantal.
Nina —solo respondía a ese nombre— era diez años menor que yo, pero siempre sentí que me llevaba ventaja en la vida. Estaba a punto de graduarse en marketing e investigación de mercados, había conseguido un contrato de prácticas en una agencia publicitaria para el próximo semestre y era altamente probable que al final se incorporase como parte de la plantilla. Mientras, en su tiempo libre, hacía lo que yo a su edad: echar una mano en el obrador de la familia. Salvo por una diferencia: sus aportaciones habían mantenido con vida un negocio agonizante. Durante la pandemia, tuvo la genial idea de ofrecer cursos online de elaboración de pan. «Aprende a hacer tu propio pan», lo tituló.
Tenía amistades de esas que jamás te fallan —aunque yo tampoco podía quejarme de mis amigas— y una pareja con la que planeaba irse a vivir en cuanto ahorrasen lo suficiente. Yo, en cambio, no hacía más que encadenar fracasos amorosos, tomar decisiones desde el miedo y experimentar una regresión tras otra a etapas de mi vida que supuestamente ya había dejado atrás.
—¿Es nuevo? —pregunté con curiosidad. Juraría que se había hecho otro tatuaje. Me flipaban los tatuajes, pero nunca tuvieron cabida en mi imagen de niña buena, así que me limitaba a contemplarlos en su piel.
—Júlia, ¿cómo ha ido? —recondujo la conversación en un tono serio a la par que preocupado.
Nina, a diferencia de la abuela, era poco afectuosa en el tú a tú, pero quien la conocía sabía que su presencia y su mirada tenían sabor de abrazo, aunque a veces hubiera que esforzarse por sentirlo.
—Todo lo bien que podría ir una despedida —respondí no muy animada mientras dejaba ir su brazo. —¿Cómo estás, Julieta?, ¿cómo ha ido, cariño? —preguntó la abuela, una vez se hubo despedido de Filomena.
—Ni bien ni mal —respondí, y solté un suspiro—. Me siento como quien ha cerrado una puerta que llevaba demasiado tiempo abierta.
Fui tan sincera como pude. Por un lado, me sentía rota, pero, por otro, me encontraba sorprendentemente aliviada. Mientras me ponía el delantal reparé en esa sensación de ligereza, incluso de libertad: había sido capaz de hacer lo que en otro momento me hubiese parecido imposible. Una sonrisa de satisfacción se dibujaba en mi rostro a la vez que caminaba con la cabeza alta y paso firme. Tan firme como la decisión que había comunicado a Pol: «No me llames, no me escribas. Lo nuestro terminó hace mucho y no puedo avanzar si sigues en mi vida». Había
querido decírselo a la cara, en un acto de valentía y de respeto hacia mí misma. Sabía que refugiarme tras una pantalla haría que mis palabras sonasen con menor rotundidad. Y rotundidad y contundencia era justo lo que necesitaba.
—¿Ya está? —preguntó Nina.
—Ya está —confirmé tras coger aire y saborear mis palabras antes de dar una respuesta tan determinante como pretendía—: Pol ya no forma parte de mi vida.
En el mismo instante en que lo verbalicé en voz alta sentí cómo se cernía sobre mí una nube oscura de tristeza y nostalgia. Y me eché a llorar. ¿Qué esperaba? Nunca me resultó fácil decir adiós. Aunque con Pol hubo muchos «adioses», ninguno fue tan definitivo como el que había tenido lugar tan solo unos minutos antes. A él le había mostrado mi cara más firme y segura. «Que vea que no tienes dudas», me había dicho a mí misma. Pero ahora, con mi abuela y con mi hermana delante, podía quitarme la coraza.
—Ay, mi niña —mi abuela se acercó, me abrazó y me besó en la frente varias veces con la esperanza de que, con sus besos, el dolor desapareciera—. El amor, qué bonito es cuando es bonito, y qué doloroso es cuando…
—Abuela, eso no era amor —la cortó Nina—. Lo de Pol era otra cosa: un «ni contigo ni sin ti», un sinvivir para Júlia. Si de verdad la quisiera, la hubiese dejado ir ¿hace cuánto?, ¿seis meses? Cuando ella cortó con él —me dio un momento para que me recuperase del golpe—. Júlia, siento ser así de clara —¡vaya si lo era!—, pero estarás mejor sin él.
«Sin él». Sus palabras se repitieron en mi mente por unos instantes al mismo tiempo que se me hacía un nudo en el estómago. Sentí vértigo.
—Sí, Júlia, sí; estarás mejor sin él —insistió Nina.
Asentí, mustia. Tenía razón. Pero aceptarlo me dolía. Me dolía escuchar cosas que, irónicamente, yo ya sabía.
No tenía fuerzas para rebatirla, aunque tampoco hizo falta: la abuela la calló con un codazo.
—Ahora dolerá —prosiguió mi hermana, esta vez más suave—. Aunque con vuestro recorrido y después de tantos meses, quizá no tanto como anticipas.
«Ojalá sea así», pensé.
—Lo sé —balbuceé entre sollozos, autoconvenciéndome.
Ahogué un suspiro. Cogí el pañuelo que mi abuela me tendía mientras Nina me apretaba la mano con fuerza. Me limpié las lágrimas, me soné la nariz, respiré hondo y traté de cambiar mi semblante. Al cabo de unos segundos y con una serenidad impostada, pregunté:
—Y por aquí, ¿cómo ha ido?
—Todo tranquilo, como siempre —respondió mi abuela, enfrascada en despejar las mesas de trabajo para preparar una nueva remesa del sándwich especial de la casa, en previsión de la oleada de clientes del mediodía.
—Salvo por una cosa —dijo Nina con hastío—: han llamado para cancelar el pedido.
—¿Qué pedido? —pregunté temiéndome lo peor.
—El del aniversario de boda, el de la señora Ferrer —corroboró Nina. —¡Joder! —exclamé. El enfado había reemplazado a la tristeza—. ¡Ese pedido era muy grande!
—¡Esa boca! —me riñó mi abuela. Siempre había sido una mujer muy tolerante, menos para ciertas cosas.
—¡¿Qué?! —repliqué sintiéndome fuerte en el enfado—. Será que a ti no te fastidia que nos cancelen pedidos con tan poco margen. ¿Ahora qué hacemos con todo el material? ¿Nos lo comemos? —Busqué un poco de comprensión en mi abuela, aunque en el fondo sabía que me entendía—. Además, era un pedido tan importante que tuve que decir que no a otros que nos hicieron después.
Ninguna de las dos respondió. Sabían que tenía razón, pero temían que, si me la daban, mi enfado fuese a más. Gestionar el enfado siempre había sido una de mis asignaturas pendientes. Recuerdo que en la carrera una profesora nos explicó que el enfado era como la energía, «ni se crea ni se destruye; se transforma». Yo había aprendido a transformarlo en un sumiso silencio, aunque, con el tiempo, supe que no era una estrategia recomendable, pues tarde o temprano se transforma en un estallido que se lo llevaba todo por delante, a mí la primera.
Suspiré y traté de fingir una calma que no sentía. Quizá así, a base de impostarla, lograba que se instaurase en mí.
—¿Qué respuesta le has dado, Nina? —le pregunté mientras cogía una bandeja llena de uno de nuestros productos estrella: el brownie vegano.
—Que no aceptamos cancelaciones con tan poco margen de tiempo —respondió con contundencia. Por un momento di por resuelto el asunto—. Pero ha insistido tanto que le he pedido que vuelva a llamar más tarde para hablar contigo. Que tú eres la encargada.
Solté un bufido y crucé el umbral de la puerta que separa el obrador del mostrador y la zona de cafetería. Pensé que, tras la pandemia, algo habría cambiado, que nos habríamos vuelto más empáticos, más considerados. Pero no.
Me detuve un segundo en busca de apoyo moral
—Alucino con la gente. —No pude contenerme—. ¡Qué falta de consideración, cancelar con tan poco margen de tiempo! ¡¿Qué diablos se creen?! A ver qué excusa se le ocurre a la señora Ferrer… —Usé una entonación burlona cuando pronuncié el apellido y alcé el mentón como imitando el gesto soberbio de alguien altanero y presuntuoso. Enseguida me arrepentí.
—¡Chisss! —me soltó mi abuela al ver que, sin darme cuenta, había avanzado unos metros y ya me encontraba tras el mostrador. A juzgar por la cara que puso supe que, en cuanto me diese media vuelta, me encontraría a la señora Ferrer de frente.
No fue así. Respiré aliviada.
—Buenos días —dije dibujando una sonrisa de niña buena e inocente en un intento de compensar mi inapropiado comportamiento.
—Buenos días —respondió el cliente al otro lado del mostrador, impasible.
—¿En qué puedo ayudarte? —le pregunté mientras dejaba la bandeja de brownies en su sitio y me recreaba recolocando el cartelito con el nombre del producto y su precio. Estar ocupada me ofrecía la excusa perfecta para seguir esquivado su mirada.
—Soy la persona desconsiderada que quiere cancelar un pedido —respondió en un tono que no supe descifrar. Hizo una pausa larga, suficiente para que me muriese de vergüenza, y con una sonrisa añadió—: Traigo una buena excusa, o eso creo.
Me incorporé tan lentamente como pude e intenté ganar tiempo para dar con una respuesta exculpatoria. Pero no tuve éxito, no era capaz de pensar con claridad.
—¿La señora Ferrer? —fue lo único que se me ocurrió.
—Soy su hijo. —respondió y dibujó una media sonrisa.
Aquel rostro me resultaba familiar. «¡Bravo, Júlia! Has metido la pata hasta el fondo», me reproché a mí misma. Estaba a punto de sufrir una sobredosis de ridículo y vergüenza.
—Perdona —dije cerrando los ojos y apretando los labios—, no debería haber dicho eso.
—Estoy de acuerdo —respondió esbozando una sonrisa triste. La serenidad de su expresión me desconcertó. ¿Por qué no estaba enfadado? Yo en su lugar echaría chispas—. No me reconoces, ¿verdad? —dijo al fin. Su pregunta me forzó a dejar de esquivar su mirada, levantar la barbilla y mirarle fijamente a la cara. De nuevo aquella sensación de familiaridad.
—¿Debería?
Parpadeé un instante y luego le escudriñé con atención mientras intentaba empaparme de tanta información como me fuese posible para entender lo que mi cuerpo y mi subconsciente ya sabían. Sorprendida, di un respingo. Agradecí haber dejado la bandeja de brownies en su sitio. Juraría que hasta se me detuvo el corazón justo antes de empezar a latir más y más rápido. «Estaba segura de que ya había pasado la edad del rubor». Las palabras de Jane Austen aparecieron en mi mente. Pero no debía de ser mi caso, pues mis mejillas comenzaron a arder como cuando estás al lado de una chimenea en invierno.
El cliente parecía impaciente por recibir una respuesta. La sonrisa de su rostro dejó a la vista unos inconfundibles hoyuelos. Entonces lo supe: era él, no había duda. Su aspecto de profesor universitario con gafas de montura redonda, barba de tres días y pelo estudiadamente desaliñado combinado con la elegancia de una americana me habían jugado una mala pasada.
Me cubrí la boca con las manos para no revelar el efecto que, después de tanto tiempo, había provocado en mí.
—¿Bruno? —logré articular por fin.
—Veo que te acuerdas de mí —repuso, sorprendido.
«¿Cómo no hacerlo?», pensé.
El obrador de la esperanza es una novela feelgood en la que encontrarás heridas, estrategias protectoras, mucho diálogo interno, personas imperfectas que quieren construir relaciones sanas (aunque no siempre saben cómo hacerlo), pérdidas y miedos.
Puedes encontrarlo en librerías locales (si no lo tienen te lo pueden pedir) y en Amazon (haz clic aquí), El corte inglés (haz clic aquí), FNAC (haz clic aquí), Casa del libro (haz clic aquí)...

Comments