La relación entre la comida y las emociones es una vieja conocida. Hay personas que son "inmunes" a esta asociación, pero no es el caso de una gran parte de la población. ¡Y motivos no nos falta! Para entenderlo tenemos que echar la vista atrás a cientos de miles de años, al hombre de Neandertal, conocido como "hombre de las cavernas".
Hace más de 100.000 años estábamos rodeados de peligros. Para comer teníamos que poner en peligro nuestra integridad: animales salvajes, poblados enemigos, incluso una lesión o una infección podía representar la vida. ¿De qué forma podíamos aumentar las probabilidades de preservar nuestra integridad? Estando alerta.
Estar alerta implica activar una serie de recursos a nivel fisiológico, hormonal y motor, preparándonos para hacer frente a los peligros. Este tipo de reacción se conoce como "fight or flight" - respuesta de lucha o huida -, algo muy parecido a lo que popularmente conocemos como "estrés".
Si nuestros antepasados aumentaban las probabilidades de sobrevivir ante los peligros activando este tipo de reacciones corporales, y se exponían constantemente a peligros, ¿qué obtenemos? Una respuesta adquirida que nos manda el mensaje siguiente: si estás en alerta constante será más probable que sobrevivas.
Este aprendizaje implícito que realizaron nuestros antepasados hace centenares de miles de años nos sigue afectando hoy en día: lo llevamos en nuestro ADN.
Como consecuencia, cuando creemos que estamos en peligro - y la situación actual se precia a ello -, activamos nuestros mecanismos de supervivencia: nos ponemos en alerta.
Ahora bien, ¿qué relación tiene con la comida?
Que la comida nos proporcione placer no es por casualidad. De la misma forma que hay alimentos que nos resultan desagradables y nos producen asco (algo que se da de forma universal y cuyo objetivo es evitar que comamos cosas que puedan perjudicar el buen funcionamiento de nuestro organismo) hay infinidad de comida que nos resulta placentera.
¿El objetivo? Que hace centenares de millones de años nos "jugásemos" la vida para salir en búsqueda de comida y así poder aportar energía a nuestro cuerpo, y sobrevivir; a pesar de los peligros que entrañaba el mero hecho de hacerlo.
Dicho esto... No, no tenemos porqué dejar que estos aprendizajes que llevamos en nuestro ADN nos afecten llevándonos a comer para sentirnos mejor; o a comer de forma poco sana. Para ello debemos aprender a gestionar las emociones de otra forma; os hablo más sobre la asociación entre las emociones y la comida en este post. Pero con este post pretendo que nos culpemos menos por comer cuando sabemos que quizás no deberíamos hacerlo. Porque la culpabilidad no nos aporta nada positivo; al contrario: es una piedra que añadimos a la mochila que ya nos pesa demasiado.
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