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  • Foto del escritorMontse

Heridas

Heridas. Experiencias de peso emocional que no quedan en el pasado, sino que nos acompañan. Y que, al recordarlas, "todavía" nos resultan dolorosas. Nos transportan a esos lugares, al lado de esas personas, al tono de esas palabras que tanto nos han dolido. Nos transportan a aquello que en su momento incluso consideramos que era un infierno. A aquello de lo que estamos seguros que no queremos volver a vivir.

¿Hasta cuándo? Nos preguntamos, pensando que superarlo pasa porque las heridas dejen de doler. 

Pero a veces no dejan de doler, solo que duelen menos. Y es un dolor soportable, que permite seguir con nuestra vida, que no nos limita.


Pero no nos basta con ello.


Porque queremos "sentirnos bien". Y, a veces, ese "sentirnos bien" implica estar anestesiados. Pero eso no es vivir, eso es pasar de puntillas por la vida.


"Las heridas me recuerdan a un pasado doloroso", nos decimos.


Y es así, no podemos estar más en lo cierto. Pero si nos quedamos con eso, nos olvidamos de un detalle muy importante. De algo que puede marcar la diferencia. Justamente, de lo que puede hacer que todo el sufrimiento y el dolor no hayan sido en vano.


Y es que, aunque las heridas nos recuerden lo vivido, aquéllo que nos causó la herida, un pasado muy doloroso, no nos ayuda ver al dolor y a las heridas como enemigos. Al contrario. Al hacerlo, pretendemos despegarnos de ellos, o que ellos salgan de nuestra vida. Preferiríamos no haber vivido lo que vivimos. Pero es que resulta que eso ya no es posible. Forma parte de nuestra historia. Una historia con la que tenemos que convivir. Entonces, convivamos de la forma más tranquila posible.

Debemos poner al dolor y a las heridas en el lugar que les corresponde. Como aliados. Hagamos que lo que hemos sufrido no haya sido en vano. Porque, desde una perspectiva evolutiva, incluso rozando lo filosófico, podemos decir que: 

El dolor nos avisa de que algo no va bien, de que hay algo a lo que debemos prestar atención y cambiar. O hacerle frente. O huir.


Si le desoímos y nos quedamos: mal.


Si nos dejamos llevar por el inmovilismo: mal.


Si vemos al dolor como algo a combatir en vez de ir a la raíz de lo que nos está causando el malestar: mal.

Y las heridas también tienen un papel importante en nuestro bienestar. Casi tanto como el dolor, diría yo: nos recuerdan las batallas que hemos dejado atrás. Nos recuerdan lo mucho que duele comunicarnos con cierta persona. Lo mucho que puede dolernos determinadas situaciones. Lo doloroso que puede resultar apostar por equis aproximaciones.


Incluso diría que nos "salvan", que nos "protegen" evitando que caigamos en viejos patrones o que vayamos por sendas equivocadas, o que tomemos el agua de la que dijimos que no volveríamos a beber.


Si ignoramos las heridas es más fácil que dejemos de lado lo aprendido. Y si lo dejamos de lado, es más probable que volvamos a encontrarnos ante aquellas situaciones, personas y aproximaciones que tanto daño nos han hecho en el pasado. Y todo lo vivido, todo lo sufrido, y todo lo aprendido, habrá sido - ahora sí -, en vano.



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