Las relaciones deberían ser fáciles, fluidas; no deberían necesitar de grandes dosis de energía para que funcionen; ni deberíamos sentir que renunciamos a una parte importante de nosotros mismos para mantenerla a flote; ni deberíamos forzar la máquina para que la relación no se quede sin aliento.
Resulta más fácil describir una relación no sana, que una sana. Y lo cierto es que cuando pensamos en una relación no sana, probablemente se nos venga a la cabeza la palabra onflicto. Sin embargo, los conflictos - como he comentado en más de una ocasión -, deben ser entendidos como aliados que posibilitan el cambio.
Un cambio muy difícil de conseguir, y en ocasiones, muy necesario; sobre todo cuando hablamos de preservar el bienestar de las partes implicadas en relaciones poco sanas.
Un cambio que puede marcar la diferencia entre lo sano y lo no sano. Puede que nos quedemos en una relación esperando a que dicho cambio tenga lugar; pero que no llegue, y que hayamos invertido tanto tiempo y esfuerzo que nos sintamos con la necesidad de quedarnos en esa relación por el elevado precio que ya hemos pagado.
O puede que no nos atrevamos a pedir dicho cambio por miedo al rechazo, a que se acabe la relación. En ambos casos, el cambio puede ser también un aliado que nos proporcione información sobre la naturaleza y la calidad de la relación.
De nuevo, el cambio y el conflicto vuelven a posicionarse a nuestro favor informándonos sobre cómo actúa y qué postura adopta el otro miembro de la pareja; nos informa sobre qué está dispuesto a hacer y qué no; y sobre cómo reacciona cuando se ponen sobre la mesa aquellas cuestiones que no nos convencen, que nos chirrían.
En todos los casos anteriores, los conflictos, la voluntad de cambio (o la ausencia de la misma) nos informan sobre la actitud de nuestra pareja y sobre la salud de nuestra relación.
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