Pensé en escribir a las de siempre y pedirles que nos viéramos con urgencia un día de esa semana. Pero no di el paso: las últimas veces que les había hablado de lo mío con Diego me habían transmitido rabia hacia él, hartazgo hacia la situación y decepción hacia mí y hacia mi incapacidad para tomar decisiones.
Me pregunté si estaba siendo justa con ellas. Si, en realidad, pensándolo bien, todo eso era de ellas, o más bien mío: quien sentía rabia hacia Diego era yo. Quien estaba harta de la situación era yo. Quien estaba decepcionada conmigo misma era yo. Y quien debía tomar las decisiones para las que se sentía totalmente incapaz, también era yo. Ellas solo me hacían de espejo.
Pero durante muchos meses me había estado autoengañando, también respecto a esto, escogiendo creer que era ellas quienes me juzgaban, cuando en realidad era yo quien lo hacía. Y todo esto me avergonzaba. Y no quería cargar a nadie más con mis problemas. Ya lo había hecho demasiado últimamente.
En algún momento sé que podría volver a hablar del tema con mis amigas, pero decidí hacerlo, por ahora, con Cecilia.
Cecilia era otro frente del que no me sentía orgullosa: la había dejado de ver en cuanto las sesiones habían tomado un tono más confrontativo. Justo lo que necesitaba era lo que más me incomodaba. Pero había llegado el momento de volver a contar con su acompañamiento, así que la escribí:
«Necesito verte. Quiero retomar el proceso. ¿Cuándo puedes darme cita?».
Me respondió al día siguiente, un lunes de diciembre ya muy próximo a Navidad y me dio cita para ese mismo día, al mediodía. Aproveché la hora de comer para ir a verla. Lo necesitaba como agua de mayo, aunque también sabía con qué me iba a encontrar: con todo lo que yo misma había estado negando.
Llegué a su consulta puntualísima. Suspiré profundamente y me prometí a mí misma encontrar las fuerzas para poder hacer frente a todo lo que viniera.
― Hola Cecilia.
Cecilia era una chica de mi misma edad. Recuerdo que al principio pensé que alguien con la misma experiencia vital que yo no iba a poder ayudarme. Supongo que una parte de mí quería encontrar excusas para prescindir de sus servicios con tal que no mirar de frente a la situación que me llevaba a su consulta.
― Hola Mónica. Adelante, por favor ―dijo mientras abría la puerta y me invitaba a entrar.
― Gracias ―respondí―. Y gracias por hacerme un hueco tan rápido ― dije con un hilillo de voz, mientras me acomodaba en la butaca, arrepintiéndome al instante de estar allí.
― ¿Cómo estás, Mónica? ―me preguntó Cecilia una vez ya me había acomodado.
Quise responderle, pero las lágrimas lo hicieron por mí.
Hubo unos segundos de silencio que me parecieron horas. Me sentía ridícula. Había acudido a Cecilia para que me ayudase, ¿cómo iba a hacerlo si no era capaz de articular palabra?
― Tranquila. Está bien. Llora cuanto necesites ―dijo como si hubiese sido capaz de leerme la mente.
Asentí. Solo podía llorar. Parece que sí, que era lo que necesitaba. Seguí llorando y diciendo que no con la cabeza, como incrédula al ver lo deshecha que me encontraba por dentro.
Quería salir de esa sesión con una decisión firme, así que dentro de mí nacía una urgencia para dejar de llorar y que la sesión avanzase que me motivó a intentar nuevamente articular palabra, esta vez con algo más de éxito.
― No debí dejar de venir.
― Hiciste lo que creías más conveniente.
― Fui una cobarde. Mírame ahora… no puedo parar de llorar.
― Tus lágrimas nos hablan de lo mucho que has debido estar sosteniendo este tiempo.
Tenía razón. Era justo eso: había sostenido mucho. Demasiado. Y por demasiado tiempo. Necesitaba soltar. No quería más de eso.
― ¡Pero ya está! ―verbalicé en voz alta a modo de conclusión, como si Cecilia hubiese podido escuchar mis pensamientos ― ¡Ya está bien de ser una cobarde!
― ¿Crees que has sido una cobarde?
― Sí. Debí poner fin hace tiempo. Y no lo hice. Fui una cobarde.
― ¿Cómo te ayuda pensar que fuiste una cobarde?
― En nada. Pero es así. Fui una cobarde. Y quiero dejar de serlo.
― Quizá, eso que para ti significa ser una cobarde, era lo que necesitabas en ese momento para mantener tu equilibrio interno. Quizá necesitabas más tiempo para aceptar la situación antes de movilizar recursos.
― Pero solo me ha servido para sufrir más ―respondí enfadada pensando en como había podido equivocarme tanto.
― Que has sufrido es innegable, pero quizá te ha servido para estar hoy aquí. Quizá todo este sufrimiento te haya servido para sacar algunas conclusiones respecto a lo que necesitas hacer para dejar de sufrir.
― Ya me había dado cuenta. Solo que no quería verlo.
Hice una pausa. Cecilia me dejó espacio.
― Por eso dejé de venir.
― Venir a terapia no es cómodo, Mónica. Y, a veces, esa incomodidad nos abruma. Lo hiciste lo mejor que pudiste. Y ahora estás aquí.
― Sí ―dije poco convencida.
― ¿Qué necesitarías de esta sesión?
― Quiero estar bien. Llevo mucho tiempo sin estarlo y quiero estar bien.
― ¿Qué te lleva a estar mal?
Cerré los ojos y negué con la cabeza. No quería verbalizarlo.
― Es que me no quiero ni tener que decirlo ―suspiré molesta―.
― Está bien. Coge aire y tómate el tiempo que necesites. Decirlo en voz alta es hacerlo más real. Y eso puede doler mucho.
― Ya te lo puedes imaginar: la relación con Diego ―la tregua que me daban las lágrimas parecía llegar a su fin―. Estamos en el mismo punto que cuando dejé la terapia. O incluso peor: creo que la situación se me ha ido de las manos. Me avergüenza reconocerlo, pero no he sido capaz de hacer ningún paso.
― ¿Ningún paso hacia dónde?
― Hacia dejarlo ―dije echa un mar de lágrimas. Quise seguir hablando, pero la congestión me lo ponía difícil.
― Respira ―me calmó Cecilia.
Me di unos segundos, me sequé las lágrimas. Miré a Cecilia como dando permiso para seguir con la sesión, ahora que podía volver a respirar.
― ¿Quieres contarme qué ha pasado entre vosotros estos meses?
― Sí.
― Adelante, por favor.
― Estos meses han sido más de lo mismo. Más de lo que tú ya sabes. Parecía que sí, pero luego no.
― ¿Parecía que sí…? ―me preguntó invitándome a completar la frase.
― Que sí, que lo nuestro avanzaba.
― ¿Pero no era así? ―preguntó para confirmar lo que ya sabía.
― No, no era así. No avanzaba, Cecilia, no avanzaba ―le respondí quejándome.
― ¿Cuándo lo viste así de claro?
― Creo que siempre lo he visto, solo que no quería verlo. Pero hace unos días le dije que viniese a casa por Navidad y entonces algo se rompió dentro de mí.
― ¿Qué significa que algo se rompió dentro de ti?
― Pues que ya está, que aquello por lo que estaba luchando no sucederá.
― ¿Y qué significa esto?
― Significa que todo esto ha sido para nada.
― Esperabas que la relación evolucionase de forma distinta.
― ¡Es que lo nuestro ni tan si quiera es una relación! ―dije enfadada como si tuviera a Diego en frente, en lugar de a Cecilia. Suspiré y miré hacia otro lado, negando con la cabeza, intentando entender cómo había llegado hasta allí.
― Comprendo. Y esto te duele. Te duele mucho. Porque tú lo sentías como una relación.
― Exacto.
― Tú estabas igual de implicada como si lo vuestro fuese una relación.
― Exacto, eso es.
― Y duele ver que Diego lo vive de forma distinta. O lo siente de forma distinta.
― Sí ―lloré de nuevo―duele mucho. A veces, con su actitud, parece que puede ofrecerme lo que busco pero no, en cuanto hay que dar pasos, siempre sale con lo mismo.
― Tiene mucho sentido que duela. ―hizo una pausa― ¿Lo ves?
Asentí con la cabeza a la vez que me daba permiso a mí misma para que me doliera.
― Mónica, ¿qué te gustaría hacer con ello?
Seguí llorando. Y la congestión volvió a crecer. Tanto, que necesité otro pañuelo. Me había terminado el paquete, así que Cecilia me extendía su caja de pañuelos para corazones rotos muy oportunamente. Me sequé las lágrimas, despejé mi nariz, cogí aire. Cerré los ojos como buscando dentro de mí la fuerza que había logrado reunir en momentos puntuales y lo dije:
― Quiero dejarlo ―verbalicé en voz alta con una decisión que no sabía de dónde salía.
Cecilia lo recogió con la mirada y me dio espacio para seguir hablando.
― Quiero dejarlo. Se acabó. Hasta aquí. No puedo más.
Cerré los ojos fuertemente, como para impedir que las lágrimas volvieran a salir.
― Quiero dejarlo, eso es lo que quiero hacer.
― Pareces muy decidida.
― Lo estoy ―asentí fuertemente.
― ¿La decisión está tomada?
― Lo está ―dije tras una breve pausa como si después de mi respuesta ya no hubiese marcha atrás.
― Esta Mónica que tengo ahora mismo en frente es muy distinta a la que tenía delante hace tan solo unos minutos. ¿Con quién estoy hablando?
― Con la Mónica que está cansada de esperar que las cosas pasen. Con la Mónica que quiere algo distinto y que está dispuesta a hacer todo lo que debió hacer hace tiempo.
― Qué la decisión esté tomada no significa necesariamente que también estés preparada para ejecutarla. ¿Lo entiendes?
― Sí.
― Dime, Mónica, ¿crees que lo estás?
― No lo sé.
― Tiene mucho sentido que no lo sepas pues, a veces, lo que sentimos que tenemos que hacer para cuidarnos no es fácil, en absoluto, y va en la dirección contraria de lo que nos gustaría hacer.
Asentí.
― ¿Es posible que dentro de ti haya una versión de Mónica para quien ejecutar esta decisión no sea una posibilidad?
― Sí, claro. La Mónica con la que hablabas antes.
― ¿Y quién es esa Mónica?
― La Mónica que se quedaba anclada en el futuro, en sus deseos y en las películas con final feliz.
― Dentro de ti existen estas dos Mónicas. A veces toma las riendas una; otras veces, la otra. Necesitaremos atender a ambas.
― Pero ahora quiero ser la Mónica que decida ―la interrumpí.
― Lo sé. Lo sé. Quieres tomar decisiones ―corrigió―: quieres ejecutarlas.
― Sí. Es necesario que decida y que actúe en consecuencia ―dije firme―. Para protegerme ―añadí por si en mí surgía algún atisbo de duda.
― Y vamos a ver qué podemos hacer para ayudar a la Mónica que toma decisiones.
― Vale ―dije esperanzada.
― Pero también será importante que demos espacio a esa Mónica cuyos deseos se verán frustrados con la decisión que tomes.
Me quedé en silencio. No quería darle más espacio a esa Mónica.
― Esa Mónica que se ha quedado al lado de Diego por un futuro prometedor también merece nuestra atención. La decisión que estás tomando no es fácil para ella. Necesita que le demos espacio y que la validemos.
Los ojos se me humedecieron. No era una decisión fácil, en absoluto.
― Y quizá necesite de nosotras, de esta Mónica más decidida que lo tiene claro, y de mí, que la acompañemos a sostener lo doloroso que resulta esta decisión que acabas de tomar.
Asentí con la cabeza.
― ¿Tiene sentido para ti?
Asentí de nuevo.
― ¿Te parece que hablemos de cómo podemos ayudar a las dos Mónicas?
― Por favor.
El resto de la sesión lo dedicamos a poner en palabras cómo me sentía y a reemplazar los duros mensajes que me mandaba a mí misma sobre mí misma por palabras más compasivas que me acompañasen desde la ternura en aquel momento que estaba viviendo y en lo que estaba por venir.
Necesitaba un plan y, aunque Cecilia no parecía muy fan de hacer planes, lo trazamos para que esa parte que sentía que necesitaba movilizarse se quedase más tranquila por el momento.
Los días siguientes iría preparándome para ejecutar la decisión, así también le daba espacio a esa parte que necesitaba aceptar la situación. Así que escribiría una carta a Diego para abocar todo lo que sentía y que pudiera servirme como borrador para el momento de comunicarle la decisión; intentaría pillar al vuelo y cortar en seco esas películas que me montaba sobre un futuro juntos que no sucedería; dejaría de autoengañarme seleccionando cuidadosamente lo que me decía sobre lo nuestro; hablaría con mis amigas sobre la decisión que acababa de tomar y dejaría de machacarme por no haberla tomado antes.
No iba a ser fácil. Pero estaba convencida a intentarlo hasta conseguirlo.
Salí de la consulta abrumada pero satisfecha: todavía llevaba mucho dolor a cuestas y sabía que el camino no había hecho más que comenzar, pero podía ver la luz al final del túnel. Las cosas, finalmente, se empezaban a mover.
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