No estaba segura de poder contener las lágrimas por mucho más tiempo, así que me despedí de Diego con un beso rápido. ¡Qué raro se me hacía verme en esa situación! Yo, que siempre trataba de alargar las citas con excusas estúpidas, hoy me sentía muy distinta. Lo que acababa de vivir era un punto de inflexión para nuestra historia. Había asestado un golpe a mis esperanzas e ilusiones. No sabía qué significaba exactamente ―no sabía si nuestra relación podía o no sobrevivir a ese golpe, si había sido letal o si podría reponerme―, pero no podía obviar la conversación.
Tan pronto como atravesé el umbral del portal y se cerró la puerta me di permiso para llorar. Cogí el ascensor, abrí la puerta de casa, dejé las llaves, colgué el abrigo y la bufanda en el perchero y vi mi reflejo en el espejo de la entrada. No me gustó lo que vi. Tampoco cómo me sentí al verme: me sentí ridícula por haberle hecho la propuesta de ir a cenar a casa por Navidad. Tan ridícula como cuando el chico más popular de tercero de la ESO me dio calabazas.
También me sentía avergonzada. Y de pronto recordé que no era la primera vez que me sentía así con Diego. No podía evitar darle vueltas a todas aquellas ocasiones en las que creí sentir demasiado: se reproducían en mi cabeza como si de flaschbacks se tratasen. Ocasiones como cuando me pidió que no le presentase a los demás como «mi novio». O como cuando espontáneamente le dije «te quiero» y él me respondió que esto lo hacía todo «demasiado serio».
Ridícula, avergonzada. No era así como quería sentirme. ¿Cuál era la alternativa? ¿Ajustarme a lo que Diego esperaba de mí? Eso era mucho menos de lo que estaba dispuesta a darle. Algo que, de nuevo, me hacía sentir ridícula y avergonzada: ¿Cómo podía estar dispuesta a querer a alguien que no me quería de vuelta, que me llevaba a conectar con el rechazo?
«Quizá podría quererle menos», pensé. Pero no era la única vez que llegaba a esa brillante idea. Ya lo había intentado y no dio resultado. En realidad, tampoco quería limitar lo que sentía. No quería dejar de ser espontánea, por si con mi espontaneidad y mi falta de filtro emocional pudieran llevarme a terminar con el vínculo. Quería sentirme libre de albergar sentimientos por él, y segura de poder decir lo que sentía, y fuerte para expresar lo que necesitaba. Pero no era una posibilidad, no en aquella relación en la que debía ir con pies de plomo por si lo que sentía, decía o necesitaba era demasiado. Demasiado para lo que éramos; o, mejor dicho, para lo que no éramos: una pareja.
Amanecí al día siguiente con un fuerte dolor de cabeza. Supongo que pensar tanto tiene un precio. Solo deseaba que el trabajo me distrajese. Así sucedió.
Al llegar a casa por la noche eché de menos saber de Diego. A diferencia de otros días, esta vez no le había escrito para preguntarle cómo estaba o para saber de él. Estaba dolida y decepcionada. Y desilusionada. Todavía no había decidido si me apetecía o no hablar con él. No me quería hacer algo que no me apeteciese. Algo dentro de mí se rebelaba.
Pasaron tres días más antes de recibir un mensaje suyo: «Estás desaparecida».
¿Qué significaban esas palabras? ¿Eran un «te he echado de menos»? Así lo deseaba. Pero me cabreaba pensar que, si no le yo escribía, él no movía un dedo salvo para decirme que estaba desaparecida.
Quise pensar que ese «estás desaparecida», en realidad, se trataba de un acercamiento poco vulnerable por su parte, pero de un acercamiento, al fin y al cabo. Algo que me conectó tímidamente con una sensación parecida a la ilusión.
Tardé unos minutos en responder. No quería parecer demasiado disponible. Pero tampoco quería tener que estar pensando en cosas de este estilo: una sensación de hartazgo me invadió. No quería más juegos. Lo quería todo fácil. Pero sentía que con Diego no podía ser así. No obstante, quería saber adónde nos llevaría ese mensaje. Y le respondí:
«He estado ocupada».
Entonces, me llamó.
―¡Hola! ―le dije nada más descolgar. No lo voy a negar: me hacía ilusión que me llamase, no era algo que hiciera a menudo.
―Quería escuchar tu voz ―y yo la suya, pero no se lo dije. Estaba de vuelta de los juegos, pero podía jugar una vez más.
No respondí. Simplemente dejé que el silencio hiciera su trabajo y dejase a relucir el objetivo de esa llamada:
―Quiero verte. ¿Tienes tiempo para mí, Srta. Ocupada? ―me gustaba que tuviese iniciativa, pero no quería olvidarme de que estaba dolida.
―Depende ―quise hacerme la difícil.
―¿Quedamos a las 19h? Quiero que me acompañes a un sitio. Tengo el coche en el taller: me tendrás que recoger tú.
―Vale ―respondí.
―Vale ―respondió.
Y colgué.
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