Los días pasaron. También las semanas. La rabia seguía acompañándome. También la tristeza. Pero cada vez pesaban menos. Me di cuenta de ello cuando Pablo, un amigo de una amiga, entre risas, paseos volviendo a casa después de terraceo de verano y criticar series cual entendidos en la materia se convirtió en alguien importante para mí y empezó a parecerme atractivo.
¿Había superado a Álvaro? Por más que lo intentaba, no era capaz de encontrar respuestas. Pero ahí estaba yo, sintiendo “cosas” por definir, por alguien distinto a Álvaro, por primera vez en años.
Me gustaba. Volvía a sentirme atractiva. Hacía tanto que no me sentía así… Me gustaba esa Laura. Había recuperado la sonrisa antes de que Pablo se convirtiese en alguien especial, pero él me hacía reír. Y llorar. Qué bien me sentaba llorar de la risa. No conocía mucho esas lágrimas; sí las de dolor, tristeza, abandono y decepción.
Cada vez me sentía más cerca de Pablo. Nos empezamos a escribir a diario. Luego nos pasamos horas al teléfono mientras él hacía elíptica y yo cocinaba (había recuperado viejas aficiones y, al recuperarlas, me había dado cuenta de cuánto me había abandonado a mí misma). Veíamos series de forma simultánea, cada uno en su casa, y nos acostábamos más tarde de lo que nos podíamos permitir si queríamos ser adultos funcionales al día siguiente, comentándolas por teléfono. Aprovechábamos para relatar episodios de nuestra vida. Nos escuchábamos. Nos gustaba estar juntos, y también pasar tiempo por separado y compartir más tarde el uno con el otro.
Y sin pensarlo, un día me di cuenta de que me había permitido sentir. Y lloré, pero esta vez de emoción. ¿Sería esto quererse bien?
Me gustaba él. Me gustaba cómo me sentía con él. Me gustaba poder ser yo misma con él. Todo era fácil. Fluía. Éramos dos en aquello que estábamos construyendo, fuese lo que fuese.
Pero de pronto aparecía el miedo: ¿era real? ¿Era tan siquiera posible sentir tanta calma, estar tan bien, que fuese tan fácil?
Todo aquello era muy nuevo para mí. También para mi cuerpo. No había adrenalina. Ni rastro de montañas rusas emocionales. A veces pienso que yo misma lo buscaba encontrando problemas donde no los había, intentando que Pablo saltase y se enfadase. Pero jamás sucedía. No como esperaba. Sus respuestas me llevaba a la seguridad. Y con ella, a la calma.
Y me di cuenta de que no sabía estar en calma. Me costaba confiar. Lo notaba. Cada vez que Pablo daba un paso adelante, una parte de mí pisaba el freno. Me esforzaba por recordarme que Pablo no era Álvaro. Que lo que veía era distinto, que lo que me ofrecía era diferente. ¡Y joder si lo era! También lo era yo. No me sentía una niña estúpida. A su lado me sentía mujer con capacidad para decidir. Incluso cuando me mostraba vulnerable, me sentía fuerte. Volvía a ser yo. Siempre pensé que Álvaro me había abandonado. La realidad es que yo misma también me había abandonado. Pero a no me sentía así.
Sin embargo, si todo era tan bueno, ¿por qué me costaba apostar por él? Era una decisión que debía tomar a diario. Debía trabajarme a diario. Él lo sabía. Fui muy honesta en todo momento: “Lo he pasado mal por amor. Muy mal. No sé si puedo volver a querer”.
En realidad, ya le estaba queriendo. Lo que me costaba era confiar. En él. Y en mí, en mi capacidad para volver a confiar de nuevo, para decir adiós cuando algo me hace daño, por decir “no” a migajas. Porque confiar es exponerme a que me hagan daño. Y la relación anterior ya me había dolido suficiente. No quería más de aquello.
A medida que el tiempo pasaba, crecía la seguridad en mí respecto a lo que sentía y a cuánto podía confiar en Pablo. Sus ojos, su presencia y su incondicionalidad me ayudaban.
Discutíamos, pero las discusiones no tenían nada que ver con las que tenía con mi ex. Con Pablo hablábamos las cosas. Podía decirle lo que no me gustaba. Él hacía lo mismo. Pero lo nuestro quedaba intacto. Se me hacía raro que no hubiera portazos, despedidas dramáticas y días de silencio, seguidos de intentos de reconciliación y "no quiero saber más de ti" que terminaban en más de lo mismo.
Algo dentro de mí sentía que podía torcerse en cualquier momento. Pero pasaban las semanas y los meses, y mis predicciones no se cumplían.
“Quizá algún día no estemos juntos. Quizá lo que nos aportamos ahora nos deje de nutrir en un futuro. Pero yo quiero trabajar para que no sea así, para estar a tu lado”, me escribió Pablo tras hablarle de mi miedo a que saliera mal, y de lo mucho que me bloqueaba pensar en afianzar más y más lo nuestro.
¡Qué razón tenía! Es posible que un día no estemos juntos. Ahora lo veo. Durante años estuve luchando para que esto no fuese así con mi ex. Cuánto me equivoqué. A veces, las relaciones se terminan. Y es mejor que sea así. No voy a decir que me gusta pensar en ello, pero creo que ahora puedo ser más realista al respecto, a pesar del miedo.
Quiero pensar que he aprendido a dejar de insistir en aquello que no está destinado a funcionar. Quiero pensarlo, aunque no lo sé con certeza pues la relación en la que me encuentro es tan distinta… Para empezar, ahora sí es una relación.
Y mientras dibujaba estas palabras en mi mente, todavía con el mensaje de Pablo en la pantalla, recibí un e-mail.
“Hola Laura, Se te ve muy bien. Estás muy guapa con el cambio de look. Te vi paseando por Gran Vía. Ibas muy bien acompañada…”.
El cuerpo me dio un sobresalto. ¡Mierda! No había caído en bloquear el email. En realidad, nunca antes nos habíamos intercambiado emails. ¿Y lo hacía ahora? ¿En serio? No podía ser cierto. ¿A qué venía ese mensaje? ¿Le fastidiaba verme bien? ¿Era otra de sus maniobras para recuperarme? Me recordaba demasiado al pasado.
Una parte de mí pensó en responderle. Quería decirle que estoy bien ―mejor que nunca, de hecho ―. Que no le necesito en mi vida. Que le he olvidado. En realidad, estaría mintiendo: sigo pensando en él de vez en cuando. ¡Ojalá fuese tan fácil olvidar a alguien! Sin embargo, sí me quedé con las ganas de decirle que estoy mejor que nunca y que he conocido a alguien que me quiere bien y a quien quiero bien.
Y digo que me quedé con las ganas porque, después de empezar a escribir el mensaje en incontables ocasiones, y de borrarlo otras tantas más, de darme un paseo arriba y abajo por el comedor, de desahogarme con la Sra. Norris, de mandar un par de audios al grupo de mis amigas y de escribir a mi hermana, aun sin tener respuesta de mis mayores apoyos, decidí eliminar el mensaje y bloquear al remitente.
En ese momento todavía no era consciente, pero, al hacerlo, había tomado una de las decisiones más importantes de nuestra historia: ratificar que no le quería en mi vida, que no necesitaba más de eso que me ofrecía. Quería ser feliz y sabía que a su lado no lo sería.
Álvaro formaba parte de mi pasado. Y quería centrarme en mi presente. Esta vez quería que fuese distinto y lo estaba consiguiendo. Quería centrarme en mí y no conformarme más con migajas, sino aprender a ofrecer y también a dar más de aquello que insaciablemente buscaba en quien no me lo podía dar: un amor sano.
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