―Ten cariño, lleva los platos al comedor y dile a tu padre que ya puede ir poniendo la mesa ―me dijo mamá mientras me hacía entrega de la vajilla de los domingos.
Al entrar de nuevo a la cocina sucedió lo que no podía tardar mucho más en suceder:
―Antes de que se me olvide: ¿Diego come carne? Estoy pensando en el menú para Navidad y …
―No vendrá, mamá ―la interrumpí como queriendo zanjar el tema en seguida.
―Claro, es que repartirse los días festivos no siempre es fácil… Bueno, dile que puede venirse para Año Nuevo o para Reyes ―le agradecía la buena intención. Ojalá fuese eso.
―No, mamá, no vendrá. Ni para Navidad, ni para Año Nuevo, ni para Reyes ―a medida que lo iba verbalizando se me iba quebrando la voz.
―¿Y eso? ―paró de remover la comida, dejó el cucharón sobre el mármol, apagó el fuego, se limpió las manos en el delantal, se giró hacia mí y me cogió los brazos ―¿Qué ha pasado, hija?, ¿estás bien?
Quise responderle. De verdad que sí. Pero me eché a llorar. Decirlo en voz alta había sido como aceptarlo de una vez, como dejar de luchar con aquella parte de mí que fantaseaba con la posibilidad de que algo fuese a cambiar. Ella me abrazó. Escuché a papá acercarse a la cocina y noté como mamá le hacía con las manos que se fuera. Sabía que no era un buen momento para escuchar uno de sus «no te preocupes cariño que, excepto la muerte, todo tiene solución».
Al cabo de unos segundos sonó el timbre. Era mi hermano y su estupenda familia. No lo digo en un sentido irónico: su familia es estupenda. Él es estupendo. La cuestión es que a mí también me gustaría tener una familia estupenda y tenía serias sospechas de que con Diego esto pudiera suceder.
―Llámame esta noche y hablamos, ¿sí? ―dijo mamá mientras me secaba las lágrimas de la mejilla como hacía cuando era pequeña.
― Vale ―respondí sin saber si realmente quería hablar con ella. O hablar del tema en general. Sabía cuál sería su respuesta: «hija, hazte valer». La misma que me daban mis amigas. Y yo no estaba segura de poder tomar las decisiones debía tomar si quería hacerme valer.
En mi mente no podía parar de darle vueltas a las conversaciones de los últimos días, y a lo vivido en los últimos meses. Nuestra historia no se estaba desarrollando tal y como yo había planeado.
Una vocecilla dentro de mí me decía: «te lo has montado tú solita; tú solita te imaginabas a Diego comiendo con tu familia el día de Navidad, e instalándose en tu casa, y yendo de vacaciones juntos los próximos años, y adoptando un perrito, y teniendo hijos. Esta película te la has montado tú solita, no has necesitado la ayuda de nadie. Ahora no puedes culparle a él de cargarse tu final feliz».
Entonces, la culpa me invadía. ¿Podía culparme de hacerme ilusiones, de querer un futuro distinto? Sentía que la línea era muy delgada. Cierto es que me dijo que no estaba preparado para nada serio. Pero también me dijo «ya vamos viendo». Esto es una invitación a revisar lo nuestro, ¿no? Una revisión que no había tenido lugar, aunque yo creía que no hacía falta, después de vacaciones juntos, de innumerables noches en su casa, de ir a comprar los regalos para su familia…
Pensé en hablarlo con Cecilia. Se me caía la cara de vergüenza de pensar que no la había ido a ver desde hacía meses. Tanto tiempo como ella empezó a confrontarme con la situación. Tanto tiempo como hacía que yo preferí cerrar los ojos, taparme los oídos y, aunque no recuerdo cuándo lo decidí, dejarme llevar.
Mientras pensaba todo esto ya me había sentado a la mesa. Los demás ya habían empezado a comer. La comida no despertaba ningún interés en mí, a pesar de que mamá había preparado uno de mis platos favoritos. No estaba bien y mi hermano lo notó. Supongo que es lo que tiene ser gemelos. Aunque no hacía falta ser muy observador para darse cuenta de que jugaba a esparcir la comida por el plato para disimular que apenas había comido.
―¿Todo bien? ―me preguntó bajito, muy discretamente, mientras en la mesa tenían lugar otras conversaciones paralelas.
Hice como que no con la cabeza. Él movió el dedo índice como diciendo «después hablamos». «Gracias», le respondí con los labios. Era bueno saber que contaba con él, pero a la vez no estaba segura de que pudiera entenderme. Él se encontraba en ese momento de la vida en el que tus conversaciones giran en torno a las actividades extraescolares de los niños y el euríbor. Pero podía intentarlo. No lo descartaba.
―Isabel, ¿cuántos seremos para Navidad este año? ―Preguntó Lucía a mi madre, pero guiñándome el ojo a mí.
Sabía lo que quería decir con eso. Sabía que se refería a Diego. Siempre había tenido una buena relación con mi cuñada y le había hablado de él. Es más, le había enseñado fotos de los dos de vacaciones en Florencia, le había explicado lo mucho que nos gusta pedir sushi del restaurante de la esquina y se había percatado del tiempo que pasábamos juntos. Nada le impedía pensar que fuésemos pareja y que, como tal, lo fuese a llevar a casa por Navidad.
Se hizo un silencio incómodo en la mesa. No hizo falta que yo le respondiera nada. Mi madre puso cara de «no es buena idea hablar de esto» y mi hermano le dio un golpecito con el codo para que dejase el tema. Y así lo hizo.
―Los niños ya tienen hecha la carta a los Reyes, ¿verdad que sí? ―cambió rápidamente de tema. Se lo agradecí.
Seguimos comiendo como si nada hubiese pasado. Al menos, ya sabían que Diego para Navidad ni iba a estar ni se le esperaba. Me sentía aliviada, como si ya no tuviese que hacerle frente a este asunto más. Sin embargo, todavía me quedaba lidiar con mis sentimientos y decidir qué hacer con el nudo de enfado, decepción y tristeza. Pero para ello me ayudarían mis amigas y Cecilia.
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