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Relato de una ruptura (I): El último y primer adiós

Actualizado: 29 nov 2023

Volteé la cabeza buscándole con la mirada. Quería memorizar cada centímetro, cada movimiento. Sabía que esta iba a ser la última vez que nos viéramos. Tenía la esperanza de que su recuerdo me acompañase en el peor momento. No sabía cómo podría seguir con mi vida sin tenerle a mi lado. Una parte de mí era consciente de que este pensamiento era irracional, pero no podía sentirlo de otra forma. Ese día cerraba una etapa.


Debo confesar que en lo más profundo deseaba que él también se girase y que nuestras miradas se cruzasen. Y que en ese preciso momento se diese cuenta de que me quería, de que quería luchar por mí, por nosotros, de que lo nuestro podía funcionar.


Pero no fue así. Su figura se iba escondiendo tras las siluetas de los demás transeúntes a medida que iba tomando distancia. Una distancia que me pesaba cada vez más pues significaba aquello que llevaba tanto tiempo intentando que no sucediese: que, tras años de lucha y de olvidarme de mí por intentar que él me escogiese, uno de los dos pusiéramos fin a aquello que teníamos.


Ya no le veía. Me resigné a mirar hacia adelante. Era lo único que podía hacer, también en sentido figurado. Continué mi camino a casa. Tomé el metro. Llegué al portal. Subí las escaleras de paredes escorchadas y sin ponerme el pijama me tumbé en la cama deseando dormirme y que, con el sueño, aquel momento pasara más rápido.


Al día siguiente amanecí con la primera alarma del móvil. Una melodía alegre que siempre me había chirriado, pero que hoy odiaba con más fuerza. No recuerdo dormirme, solo recuerdo llorar abrazada a un cojín y que mi gata, la Sra. Norris, se acurrucara a mi lado, compartiendo almohada, como había hecho tantas otras noches de soledad, abandono y dolor desde que estaba en esa relación.


Pensé que una ducha me vendría bien para despejarme. “La vida sigue”, me dije reproduciendo en mi cabeza esa frase tan típica de mi madre. Me miré al espejo. Tenía mala cara. Me sentía ridícula: vestida con la ropa del día anterior, con los restos de maquillaje seco esparcidos por las mejillas y los ojos hinchados de tanto llorar.


Me duché, me vestí, me preparé un café muy cargado. Al ponerle la tapa a la taza leí el mensaje que siempre había estado ahí, pero al que no había prestado atención: “La vida es bonita”, rezaba. “¡Y una mierda! Será bonita si no te acaban de dejar”.


Lo cierto es que Álvaro no me había dejado. Había sido yo quien había puesto fin a lo nuestro. Entonces, ¿por qué me sentía así, tan abandonada? Quizá tenía que ver con todas las veces que yo había intentado que lo nuestro funcionase. Con todos los sacrificios y las renuncias que había hecho para que él tan si quiera considerase la posibilidad de tener una relación conmigo. Sacrificios y renuncias que había hecho yo. No él. Porque así era nuestra relación: de todo menos recíproca. De todo, menos una relación.


Un tímido fuego recorrió mi cuerpo. ¿Estaba enfadada? Sí. Estaba furiosa. Me sentaba bien esa rabia. Era infinitamente mejor que la tristeza. Al menos, ahora me sentía fuerte, en lugar de pequeña y abandonada.


“Ojalá se quedase un rato más”, pensé. Pero mis deseos duraron poco. En mis auriculares sonó esa canción que se había convertido en muy nuestra. Después de cinco años juntos teníamos pocas cosas. Pero esa canción era parte de nuestra historia. Se me encogió el corazón y mis ojos empezaron a humedecerse. No quería llorar. No en el metro. No todavía.


Me torturé a mí misma escuchando la canción hasta el final, como una adicta a la tristeza. Al fin y al cabo, la tristeza por la pérdida y esa canción eran de las pocas cosas que me unían a él. Y ahí estaba yo, aferrándome a un recuerdo que todavía formaba parte de mi presente.


“Lo dejaste hace apenas 12 horas”, me dije en mi modo más compasivo. Es cierto. Había pasado poco tiempo. Muy poco. Pero me parecía una eternidad. Otra parte de mí quiso rescatarme con poco éxito: “No pienses más en él”, me decía. “Tienes que mirar hacia adelante”. ¡Ni que fuese fácil!


Escribí en el grupo de amigas, con la intención de avanzar informándoles de los últimos acontecimientos:


“Lo hemos dejado. Esta es la definitiva. Se acabó. Álvaro ya no está en mi vida”.


Nada más enviarlo pensé que eso era mentira: sí seguía estando en mi vida. Seguía estando en mi mente. Y en mis redes sociales; aquel lugar que me ayudaba a mantenerme enganchada a él, que me había traído tantas noches de insomnio y que había sido origen de recaídas tantas veces antes. Lo sabía. ¿Cómo no lo había pensado antes? “Ya lo gestionaré más tarde”, me dije.


“¿Pero esta es la definitiva?”, me preguntó mi amiga Mer.


“Eso espero”, pensé.


“Sí, esta vez sí”, escribí.


¿Era un deseo, una intención o un autoengaño? En realidad, tenía un poco de todo lo anterior. No quería más de eso que me ofrecía. “Migajas”, como decía mi compañera Carmen. No quería más migajas. ¿O sí? Joder, ¡qué bien sientan las migajas cuando es lo único que te dan!


“Enhorabuena, Laura, confío en ti. Mereces alguien que te quiera bien”, respondió a mi mensaje Marina, mi amiga más sensata.


Ojalá tenga razón. Ojalá merezca a alguien que me quiera bien. A estas alturas no sé qué merezco.


Llegué a la oficina. Las horas pasaron. No podía concentrarme. Intentaba que no se me notase, pero mis ojeras y mi falta de atención hablaban por mí. Aunque ¡¿a quién voy a engañar?! En los últimos meses esto se había convertido en algo habitual. Yo no era la misma. Errores en los informes, desconectar en las reuniones, olvidar material para las presentaciones, ausencias repentinas y falsas alergias que escondían unos ojos tristes y llorosos. No me gustaba esa parte de mí tan olvidadiza, tan poco responsable, tan vulnerable… tan volcada en la relación y tan pendiente de Álvaro que no había espacio mental para otras cosas.


“Pero ya no más”, me dije intentando sonar convincente.


Carmen me interceptó en el pasillo para interrogarme: “¿Qué ha pasado esta vez? ¿Otra mentira? ¿Otra…?”


“Lo hemos dejado”, la interrumpí.


“¿Otra vez?”, me preguntó. Amaba la claridad de Carmen. De verdad que sí. Sus palabras habían sido unos jarros de agua fría más que necesarios para mí en otros momentos. Pero en ocasiones como esta, me sobraban.


“Otra vez no. La definitiva”, sentencié. Y seguí caminando esperando que entendiera que no quería hablar más.


“Eh, Laura. Estoy aquí vale. Si quieres tomamos algo después de trabajar”, dijo una Carmen más sensible. A veces me daba caña, a veces era uno de mis mejores apoyos.


“Gracias. Estoy bien”, mentí. No estaba bien. Solo quería ir a casa a llorar.


Llegué a casa decidida a no meterme en la cama todavía. Me tumbé en el sofá. Mi cabeza se lo tomó como un permiso para invadirme con pensamientos dolorosos que aparecían en bucle, uno tras otro: ¿Por qué no había funcionado lo nuestro? ¿Es que no lo había intentado suficiente? ¿Es que no me quería tanto como para que luchase por mí, por lo nuestro? ¿Tan poco valgo? ¿Tan poco merezco?


Después de torturarme durante horas intentando encontrar respuesta a preguntas que cada vez me hacían más daño, decidí distraerme con la primera tertulia política que encontré en televisión. Dejé el móvil muy lejos para ayudarme a evitar sucumbir a la tentación de escribirle. A mi lado se acurrucó la Sra. Norris. Fingí que me interesaba la opinión de los tertulianos. En aquel momento me importaban pocas cosas. Y, aunque tratase de no llorar, la tristeza me invadía y salía de mi cuerpo en forma de lágrimas que me acompañaron durante tanto tiempo que perdí la cuenta.


Y por fin, me dormí.







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