Nos generamos expectativas. Comprensible y esperable. Expectativas sobre nuestro futuro y sobre las características del mismo. Características de un futuro que, en ocasiones, asociamos con la tan codiciada «felicidad».
«Seré feliz si tengo pareja.»
«En X trabajo me sentiré realizada/o y seré feliz.»
«Mis hijos/as serán felices si seguimos juntos/as.»
La cosa se complica cuando, inconscientemente, limitamos las opciones que nos llevan a ser felices, transformando las anteriores afirmaciones en:
«Seré feliz únicamente si tengo pareja.»
«Solamente me sentiré realizada y seré feliz si trabajo de/en X.»
«Mis hijos/as serán felices solamente si seguimos juntos/as.»
Como si no hubiera más opciones.
Y caemos en la trampa.
Lo que sucede es que la vida es incontrolable. Y sucede que, aunque nos encontremos en una situación en la que creemos que deberíamos ser felices, existe la posibilidad de que no lo seamos. Y, en ocasiones, sabemos por qué:
Una pareja que no nos ofrece lo que buscamos. Un trabajo que nos consume. Una familia mantenemos unida solamente por los/as hijos/as, a pesar de una convivencia difícil y una relación que ambos sabemos que, si no fuese por los/as hijos/as, ya se hubiese acabado.
Entonces, nos encontramos en la delicada tesitura de tener que decidir:
O bien dejamos ir la idea de que tener pareja, trabajar de/en X y seguir juntos/as nos llevará a ser felices.
O bien intentamos cambiar nuestra realidad.
Como no queremos dejar ir la idea de ser felices que, justamente, concebimos únicamente a través de las condiciones mencionadas, solamente nos queda la segunda opción.
Una opción que se suele traducir en intentar cambiar a nuestra pareja para que se ajuste a lo que necesitamos y no tener que poner fin a la relación.
O bien hacemos esfuerzos titánicos para mantener ESE trabajo a costa de nuestra salud.
O bien nos quedamos en la relación, infelices, con una convivencia que agota, atrapados/as en una relación que creemos que es nuestra única opción para mantener la idea de familia que hemos asociado a la felicidad.
Diría que, irónicamente, nos hemos apegado al deseo de ser felices y eso no siempre nos lleva a la felicidad.
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